Rubén me seguía mirando con los ojos desorbitados. Tembloroso abrazaba sus piernas. Me levanté de la chaise-longue, dejé resbalar sobre mi cuerpo el albornoz que me cubría y me acerqué a la cama. Lo abracé contra mi pecho y dejó de temblar.
-No tengas miedo.-susurré.-Yo te protegeré
Me fijé en las marcas de vena-punción de sus brazos y aún comprendí mejor sus temblores. Posé mis manos sobre su frente y le induje al sueño. En unos minutos dormía plácidamente como un bebé.
Tenía poco tiempo. El tiempo justo hasta que despertara de su agotamiento. La sangre de sus venas circulaba a tal velocidad que no estaba seguro de encontrar a tiempo el remedio para su mal.
Sabía dónde encontrar la medicina. En una de mis incursiones nocturnas por el extrarradio descubrí un lugar entre montículos de escombros a dónde acudían los enfermos de esta inmunda enfermedad en busca del remedio que su dolencia requería.
Cogí un taxi y le pedí que me llevase a las barranquillas. Me pidió más dinero del que valía la carrera alegando que era peligroso acercarse a ese lugar. No obstante me dejaría a unos cincuenta metros del poblado. Comentó que no me parecía en nada a los clientes que en algunas ocasiones habían pedido su servicio. Y que, a pesar de que los clientes que había llevado hasta allí, iban bien vestidos y se les notaba que eran de clase bien, en sus miradas se podía ver claramente la urgencia de su viaje.
Algunos le habían pedido esperarles pagándole por adelantado la espera. Y que alguno quiso inyectarse dentro del taxi. Sólo en una ocasión permitió que uno lo hiciera. Era un muchacho tan educado y hermoso en su dulzura, que no pudo negarse. Quise entender que se trataba de mi Rubén, pero inmediatamente me di cuenta que, como Rubén, había miles de muchachos hermosos, de buena educación que habían sucumbido al encanto de la diosa Atenea.
Caminé entre escombros y basura hasta dar con el lugar de donde procedía el olor que me guiaba.
Estaba frente una puerta aparentemente débil de maderas rotas y carcomidas, pero que por detrás estaban formadas por gruesas láminas de acero infranqueable.
Iba a llamar cuando oí una voz sinuosa a mis espaldas. Me volví muy lentamente y vi en la oscuridad del lugar unos ojos completamente blancos. El dueño era un muchacho de edad incalculable, pues su cuerpo era el de un anciano, y su cara tan pálida a la luz de la luna que te confundía de tal manera que no sabías si estabas viendo un ángel o un demonio. Me acerqué a él y sentí el olor de su sangre. Temblaba como había temblado Rubén. Me dieron ganas de morderlo y absorber su preciado líquido, pero caí en la cuenta de que estaba infectado. Su sangre estaba envenenada. Por ella navegaba un parásito que estaba destruyendo su cuerpo.
No tardaría mucho en llegar a su final. Me dio tanta pena que le di cincuenta euros. Con ellos podría pagarse la dosis que necesitaba para acabar con su sufrimiento. Nada más cogerlos y sin decir nada se dirigió a la puerta que llevaba mirando sabe Dios cuanto tiempo.
Me quedé esperándolo en la oscuridad. Cuando salió vino junto a mí. Preparó su medicina y se la inyectó. No dijo nada pero en sus ojos pude ver el agradecimiento con el que me obsequiaba. En pocos minutos todo terminó. Cogido de mi mano exhaló un último suspiró. Un halo de luz blanca salió de su cuerpo para mezclarse con la oscuridad y desaparecer. Dejé su cuerpo sin vida apoyado en el montón de escombros en el que nos hallábamos y me volví a casa sin lo que había ido a buscar.
Cuando llegué a mi casa encontré a Rubén en un estado de excitación tal que quiso agredirme. Miré a mi alrededor y vi los cajones de los muebles abiertos, la ropa esparcida por el suelo, e incluso algún objeto roto.
Rodeé con mis brazos su cuerpo e impedí que pudiera lastimarse a sí mismo, pero no pude conseguirlo. Se cortó con un cristal, una pequeña herida, pero que dejaría su cicatriz para siempre. La sangré comenzó a brotar de su mejilla izquierda. La lamí con mucha gula. Tenía un sabor diferente a la del resto de los humanos. Sólo tomé unas gotas, pero me sentí completamente saciado, como si me hubiera dado un festín. El paso de su preciado líquido pasó por mi garganta lentamente, y a su paso fue reconstruyendo mis órganos. Primero limpió mi esófago y lo dejó como lo tenía antes de que me convirtieran.